9.16.2011

manic monday

Nunca fui una persona muy cambiante y experimentar siempre me dio miedo. Nunca nadie me podría encontrar vistiendo una onda hippie si crecí vistiéndome de negro. Y nadie me vería empujando la puerta de otro bar que no fuera ese pequeño local de Santa Fe y Rodríguez Peña, acomodándome en una silla que no fuera la de la mesa de la ventana y saboreando otra cosa que no fuera un café latte con canela. Cuando estudiaba en la facultad, me llevaba los apuntes, cuando empecé a trabajar en el estudio, me llevaba los contratos para revisarlos. Pero siempre releía con el sabor de la espuma en los labios, y del hábito que se me hizo ir ahí a las seis y cuarto de la tarde todos los jueves, no puedo recordar leer algo que no fuera Derecho y tomar algo que no fuera ese café.
Llegaba cinco minutos tarde al encuentro con mi rutina, pero sabía que mi cantina me esperaría, fiel. Saludé con una sonrisa a Jorgito, el dueño, un señor robusto y bajito que trataba a todos como si fueran su familia, y me encaminé a mi mesita. Oh, algo no andaba bien. ¿Quiénes eran esos dos jóvenes tórtolos, que compartían una porción de selva negra, sonrientes, mirándose a los ojos, ocupando las dos sillas de mi mesa para uno? ¿Cómo osaban perturbar la pureza de mi santuario con sus incoherentes parloteos? Exhalé, y muy a mi pesar, busqué otro lugar. Mi barcito estaba abarrotado, la única mesa que quedaba era una en la otra esquina del local. Me desplomé sobre la silla, hacia un calor descomunal para ser octubre. Para colmo, en el estudio me habían encomendado preparar a un nuevo abogado, un recién recibido, un neonato, para el nuevo puesto que ocupaba y tenía que leer sus casos para simplificárselos. Una tontería, ¿qué le enseñaron en la facultad? ¿Los colores? El punto era que yo, tan afianzada con mis hermosos contratos de sucesión y concesiones de propiedades tenia que traducir a lenguaje de idiotas unos acuerdos de divorcio. Ya habían pasado tres minutos desde mi llegada al bar y no veía a Lucía, mi moza, mi amiga, que me había atendido desde que llegué al barrio. En su lugar, se acercaba otra figura, una mujer altísima y rubia, que tuvo el descaro de decirme ‘¿Qué va a pedir?’. Titubeé, antes de hacer nada, debía averiguar donde estaba mi morocha que me preguntaba por mi familia en vez de por mis preferencias, dado que esas ya las conocía. La respuesta de la muñeca me pegó como un balde de agua fría. ‘Supongo que debe hablar usted de la mujer que ocupaba antes mi puesto, lo que escuché fue que el patrón Jorge —’y empezó a hablar en un susurro‘—la toqueteó en la cocina, la pobre salió corriendo, gritando y maldiciendo. Parece que ha iniciado acciones legales. ¿Usted desde hace mucho que viene acá?’. Yo estaba perpleja. Jorgito había pervertido a Lulita, como le decía él, quien era básicamente su hija, y con quien yo jamás volvería a hablar, ni a criticar los sombreros ridículos de los otros clientes, para el caso. Tenía a una Barbie oxigenada que me trataba de usted, y no sabia que yo iba a querer un café latte de antemano. En mi carpeta de archivo llevaba los mugrosos y vulgares contratos de otro empleado de menor rango y mi mesita chusma estaba ocupada por dos herejes que ni siquiera usaban la estratégica posición que tenían porque lo único que hacían era ocuparse las bocas y no precisamente por la tortita grasosa que se habían pedido. Intenté pedir mi café pero la rubiecita puso su mejor cara de mártir (já, ¡cómo si ella sufriera!) y me dijo que no estaban recibiendo leche en la cocina, por no sé qué conflicto con la distribuidora. Mi ojo derecho empezó a titilar. Agarré la cartera y me fui en silencio. Creo que empujé a Barbie Mesera en el camino. Qué me importa. Ahora me compro el latte Nestle y miro por el balcón. Evito pasar por Rodríguez Peña. Jamás me recuperé de ese día. Me llamo Erica Fricman, y hace ciento ocho días que no piso un bar.

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